Mi padre me contaba cuentos por la noche, no leía cuentos, la posguerra arrasó muchas cosas en mi casa, incluso los cuentos para niños, pero él con poca imaginación y mucha voluntad y amor, se inventaba cuentos que más que dormirme, despertaban en mi a veces risas y otras veces alguna lágrima.
Me
parece oírlo en el silencio de aquellas noches en las que solo se
oían los grillos a través de la ventana y algún perro que ladraba.
En el Arrecife de los años 50 no había luz eléctrica en la mayoría
de las casas, la vela y el quinqué eran nuestra luz, así que el
silencio era nuestro arrullo.
Yo
era muy pequeña, las sombras producidas por la llama de la vela me
daban miedo y cuando llegaba la hora de dormir mi padre me acompañaba
con sus cuentos, también y para que dejase de tener miedo a las
sombras reproducía con sus manos diversas figuras de animales.
Su
voz en aquellos momentos la recuerdo muy cálida, era una voz
protectora, que irradiaba confianza y seguridad. Yo me acurrucaba
poniendo mi cabeza sobre su pecho, recuerdo que ponía mi oreja sobre
su corazón para oír su latido y así con ese tic tac y su voz me
quedaba dormida.
La
voz de mi padre era a veces suave cuando mimaba, seria y profunda
cuando aconsejaba, era dura, pocas veces, cuando reñía.
Era
una voz varonil, amable, que no sabía de gritos y malos modos.
Una
voz inolvidable que aún resuena en mis oídos, una voz que
reconocería entre mil.